Emilio era el escritor del grupo, era veinte años mayor que nosotros y había escrito ya tres novelas. Tres novelas serias y marxistas con conciencia social y denuncia. Todos admirábamos a Emilio. Le considerábamos un escritor de verdad, el escritor que todos queríamos llegar a ser cuando fuéramos más mayores. Sin embargo Emilio nunca había publicado nada, sus novelas no gustaban en las editoriales por su alta crítica social, pero Emilio no quería ni podía cambiar de estilo. Él tendría unos 36 años cuando le conocí y yo tendría diecinueve o poco menos. Era muy mayor para estar en la universidad pero es que se podía permitir el lujo de ganarse la vida haciendo traducciones directamente del alemán, idioma que conocía perfectamente. Así que acercándose a la cuarentena se encontraba Emilio estudiando Filología Germánica aunque no le hiciera ninguna falta pues conocía de sobra a los autores y poetas alemanes y hablaba perfectamente el alemán y se ganaba la vida con ello aunque vivía con su anciana madre que era viuda, ya que su padre murió muy pronto porque se había dado a la mala vida desde muy joven y eso le destruyó. Evidentemente Emilio también se daba a la mala vida y ahí estábamos todos, los poetas de provincias en ciernes, acompañando siempre a nuestro querido mentor. Se añadía al grupo un profesor de Literatura de instituto amigo de un profesor de Filosofía de instituto que también hacía peña con nosotros. Era una etapa muy bohemia de mi vida. Salía con una mujer de treinta años cuando yo no tenía ni los veinte, era ella una empresaria con mañas oscuras y no muy legales pero amante del arte y de la literatura también y a veces se añadía al grupo y otras veces yo salía solo con ella. Era bastante guapo por aquellos días y muy delgado y elástico y un poco enfermizo, lo que me procuraba cierto halo romántico. Salíamos desde las once de la noche hasta las siete o las ocho de la mañana, no todos los días pero sí todos los fines de semana y todos nos encontrábamos estudiando o acabando el bachillerato de Letras Puras pero llevábamos escribiendo toda una vida. Nos creíamos muy sabios y muy listos y muy geniales y muy incomprendidos y sobre todo con un futuro muy brillante que un día iba a llegar. Bebíamos mucho, bebíamos demasiado. Bebíamos cómo auténticos alcohólicos.
Una amiga que estudiaba teología y que era una especie de santa se venía con nosotros las más de las noches, ella era muy guapa y muy joven y salía con el profesor de literatura que le doblaba la edad, eran una pareja muy bohemia y nos trataban a los poetas en ciernes cómo si fuéramos quinceañeros con pretensiones e ínfulas de grandeza pero también con verdadero cariño.
Había bares de escritores por la provincia, el más conocido de todos era La Latina, un bar de bohemia que cerraba muy tarde y en el que se podía beber absenta. Allí pasé mis mejores años de mi juventud en medio de veladas literarias y conspiraciones políticas que nunca llegaban a ninguna parte, más o menos hasta ahora creo que todo sigue siendo igual, pero el espacio ha sido adueñado por gente más joven y hay que saber hacer camino y retirarse a tiempo y dejar a las nuevas generaciones que disfruten de sus preciados días, aunque ahora, ellos y ellas ya, son blogueros y blogueras y toda su experiencia tiene que pasar antes por internet, en mis tiempos no existían esas cosas pero me voy poniendo al día.
Luego pasaría casi una década en Madrid y allí la gente era mucho más exigente y mucho más formada, pero me gustó el cambio.
Recuerdo un taller literario de lujo que realicé en Madrid cuando alcanzaba la edad de 26 años, reunidos en la lujosa mesa de roble del ayuntamiento de Madrid, grande y espaciosa y con sillas cómodas y altas isabelinas, los privilegiados que teníamos el dinero suficiente para hacer el taller literario de lujo nos concitábamos con un escritor de fama que ahora no recuerdo y que impartía las clases los martes y los jueves. Allí conocí a un taxista o a un autobusero--ya no lo recuerdo--de unos cuarenta años que harto de que las editoriales rechazaran su libro había decidido autoeditárselo y ahora te lo vendía por tan sólo 10 euros. Recuerdo que pensé que no quería acabar así, con cuarenta años e intentando reunir dinero para autoeditarme los libros que rechazasen todas las editoriales, pero ahora es tarde para pensar en ello. Me hice amigo de una mujer muy atractiva de cincuenta años y quedábamos a desayunar en unos grandes almacenes, ella sentía admiración por mi y le gustaban mucho los dos libros que me habían publicado. Un día me dijo que ya no iba a perder su tiempo intentando ser una escritora de éxito, que todo había sido una forma de ver la vida. Me produjo cierta tristeza. Nunca llegamos a nada. Era un amor platónico.
Lo mejor del taller literario era que luego nos íbamos todos juntos de copas por la calle Fuencarral, yo pasaba la noche fuera de casa y me iba a dormir al piso de un amigo extranjero.
Cuando regresé a mi ciudad de provincias lo que sucedió de alguna manera es que ya era viejo, o por lo menos muy viejo para seguir llevando una vida bohemia y aunque de alguna manera lo intenté estaba cansado de ir de ridículo en ridículo, los nuevos tiempos y las nuevas modas ya no eran para mí, así que después de una temporada con el 15M me retiré a mi dorada torre de marfil.
Después empecé a salir sólo por los bares intentando ligar con las camareras, todo en cierta manera muy patético. Echaba de menos los años de Madrid. Echaba de menos mi juventud. Comencé a aislarme, perdí amigos, perdí relaciones, llego la crisis y el inicio de la tercera guerra mundial, parecía que todo había acabado ya, pero para todo el mundo también.
--¡Tragos y mujeres y no bohemia!--me dijo un amigo mejicano en Madrid. él me contó que su vida había sido tragos y mujeres, que la bohemía le parecía una cosa propia de maricas. En cierta manera tenía razón. Todas las veladas intelectuales de provincias se encuentran siempre atestadas de homosexuales, pero es que ellos suelen ser también grandes artistas y con una mente abierta no se está ya para despreciar a nadie. Aunque lo cierto es que una vida más salvaje de tragos y mujeres con menos arte hasta que un día te dedicas a escribir algo pero no se lo cuentas a nadie y no lo compartes y no te reúnes con nadie a hablar de los poetas simbolistas franceses, lo cierto digo, es que de alguna manera es una vida mejor. Más sexo, más fiesta y menos comedura de tarro. Pero imagino que antes las cosas eran de otra manera.
Me decidí en Madrid a llevar la vida de escritor maldito tipo Lobo Estepario que no es social ni partidario de una vida bohemia, influenciado cómo estaba por un conjunto de amigos suramericanos y centroamericanos también. Pasaba gran parte del tiempo solo en los bares apuntando poemas en una libreta y entrada ya la noche me metía por los vericuetos de la calle Atocha 80 donde había un club de striptease y unas señoritas que ejercían la prostitución. Se suponía que todo eso hacía que tu literatura fuera mejor pero yo echaba de menos a mi amor platónico, aquella mujer madura y atractiva que había renunciado a ser una escritora de éxito. Realmente me fui por un camino muy proceloso y hubiera seguido así de no ser porque luego en mi vida me salió una novia. A veces pienso que me salió una novia porque de alguna forma yo me había vuelto malo: una vida excéntrica, acudiendo a los clubes de striptease y a los servicios de prostitución, adentrándome en el sórdido mundo de la calle Atocha 80. Creo que así estuve unos seis meses--hachís, prostitución, alcohol y stripteases--y no creo que por ello mis poemas fueran mejores...¿Qué es lo que hace que un poema sea bueno? Realmente es el espíritu, realmente es una cierta profundidad que da tener un alma grande y sufriente y no experiencias al límite durante toda una noche de excesos. De aquella época guardo algunos poemas, no son eróticos, no son sexuales...son retratos de calles con desconocidos abigarramiento y confusión, impresiones extrañas y anodinas que evocaban un espacio mayor, un mundo más rico y peculiar, trataba de meterme en la mente de la gente y eso me producía cierto desequilibrio mental. Luego descubres que a la gente no la puedes cambiar y que el mundo es cómo es independientemente de lo que uno crea. También descubres que el exceso de placer crea dolor, un dolor que, ésta vez sí, puede servir para crear.
Ahora todo no es más que un recuerdo.
Me decidí en Madrid a llevar la vida de escritor maldito tipo Lobo Estepario que no es social ni partidario de una vida bohemia, influenciado cómo estaba por un conjunto de amigos suramericanos y centroamericanos también. Pasaba gran parte del tiempo solo en los bares apuntando poemas en una libreta y entrada ya la noche me metía por los vericuetos de la calle Atocha 80 donde había un club de striptease y unas señoritas que ejercían la prostitución. Se suponía que todo eso hacía que tu literatura fuera mejor pero yo echaba de menos a mi amor platónico, aquella mujer madura y atractiva que había renunciado a ser una escritora de éxito. Realmente me fui por un camino muy proceloso y hubiera seguido así de no ser porque luego en mi vida me salió una novia. A veces pienso que me salió una novia porque de alguna forma yo me había vuelto malo: una vida excéntrica, acudiendo a los clubes de striptease y a los servicios de prostitución, adentrándome en el sórdido mundo de la calle Atocha 80. Creo que así estuve unos seis meses--hachís, prostitución, alcohol y stripteases--y no creo que por ello mis poemas fueran mejores...¿Qué es lo que hace que un poema sea bueno? Realmente es el espíritu, realmente es una cierta profundidad que da tener un alma grande y sufriente y no experiencias al límite durante toda una noche de excesos. De aquella época guardo algunos poemas, no son eróticos, no son sexuales...son retratos de calles con desconocidos abigarramiento y confusión, impresiones extrañas y anodinas que evocaban un espacio mayor, un mundo más rico y peculiar, trataba de meterme en la mente de la gente y eso me producía cierto desequilibrio mental. Luego descubres que a la gente no la puedes cambiar y que el mundo es cómo es independientemente de lo que uno crea. También descubres que el exceso de placer crea dolor, un dolor que, ésta vez sí, puede servir para crear.
Ahora todo no es más que un recuerdo.
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